7 de Mayo, 2025
Por Lara Castillo

En las películas, el vestuario cumple una función estética o contextual: ubicar temporal y espacialmente la historia, distinguir personajes, reforzar identidades. Pero hay casos donde la ropa trasciende su rol secundario y se convierte en el verdadero motor visual, simbólico y emocional de la narrativa. Cuando esto ocurre, el vestuario deja de ser “decorado” y se transforma en protagonista.
Vestirse en el cine es, muchas veces, una forma de hablar sin palabras. Los colores, texturas y formas de las prendas pueden comunicar estados de ánimo, intenciones ocultas, jerarquías o transformaciones internas. Algunas películas construyen su universo estético a partir de los looks de los personajes, volviendo al vestuario una herramienta de expresión tan potente como la música o la fotografía.



Películas como Clímax (Gaspar Noé, 2018) o Clueless (Amy Heckerling, 1995) lo demuestran de maneras completamente distintas. En una, el vestuario acompaña un descenso físico y emocional, contrastando con la oscuridad del relato. En la otra, cada conjunto comunica estatus, deseo y humor, dejando una huella en la moda de los '90. En ambos casos, lo que visten los personajes no es accesorio: es parte del mensaje central.
Cuando el vestuario se vuelve protagonista, también genera identificación, deseo o rechazo en el espectador. Nos inspira, nos define o nos confronta. A veces, incluso sobrevive más que la propia película. ¿Quién no recuerda un look icónico aunque haya olvidado la trama? Es que el cine no solo se ve: también se habita visualmente, y la ropa es una de las formas más inmediatas de hacerlo.





Así, el vestuario no solo viste a los personajes: los construye, los cuenta, los eleva. Y cuando eso sucede, estamos ante una película donde la moda también narra.