Por Gala Vicente
Céline Sciamma, quien dirige películas en Francia desde 2008, describió Retrato de una mujer en llamas como un “manifiesto sobre la mirada femenina”, y no podría ser más acertado. Cada escena de esta obra sublima el punto de vista masculino en favor de una perspectiva profundamente femenina. Apenas hay hombres en la película, y cuando aparecen, sus rostros están desenfocados o se les muestra de espaldas. En el raro momento en que un hombre es plenamente visible, la experiencia se siente como una intrusión palpable en la historia.
Sciamma construye su narrativa con miradas, gestos y juegos de luces que iluminan los rostros de las protagonistas: velas que llenan de calidez la intimidad de la noche o el sol en la playa que resalta lo efímero de sus encuentros. Las superficies reflejadas y los planos cercanos refuerzan esta experiencia visual, invitándonos a mirar con la misma intensidad que los personajes. Desde las primeras tomas, cuando las jóvenes observan a Marianne durante una clase de dibujo, queda claro que esta es una película sobre cómo las mujeres miran, sienten y son vistas.
Al terminarla, es difícil contener las lágrimas. Pensar en el amor queer en el pasado, con todas las barreras y sufrimientos que enfrentaron quienes amaron en silencio, es desgarrador. Aunque hemos avanzado, el camino sigue incompleto. Imaginar ver al amor de tu vida alejarse para casarse con otra persona, sin poder hacer nada al respecto, genera una impotencia inimaginable. La escena final, en la que Marianne observa la pintura en la página 28, es un momento devastador. Te deja sin aliento. Es una conexión que duele por todo lo que no se dijo, por el cierre que nunca llega, y por la intensidad de una historia que se queda con uno.
La suavidad y el ritmo de la película transmiten amor, desesperanza, ilusión y una honestidad brutal sobre la vida real. No es solo una película que narra una historia; la vive en cada detalle, haciéndola inolvidable y profundamente humana.

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