1ro de Julio, 2025
Por Gala Vicente

Después del luminoso (y divisivo) Solar Power, Virgin marca un regreso a los climas intensos y eléctricos que alguna vez hicieron de Melodrama un clásico moderno. Pero no se trata de una simple vuelta al sonido que la hizo famosa. En Virgin, Lorde se muestra más cruda, más libre y también más compleja: es un disco sobre el deseo de cambiar, de transformarse, y de vivir sin pedir permiso.
Hace cuatro años, se mudó a Nueva York, hizo nuevas amistades, leyó muchísimo, atravesó un duelo amoroso y enfrentó públicamente su trastorno alimenticio. También empezó a entender su identidad de género de forma más abierta, más fluida. Ese proceso, íntimo pero profundamente conectado con su entorno, se escucha en cada rincón del disco. Virgin es una bitácora emocional de su tiempo en la ciudad, un viaje de autodescubrimiento que no busca idealizar nada, sino más bien registrar lo que duele, lo que enciende, lo que persiste.
Como una especie de diario, el álbum vibra con sintetizadores y beats que invitan a bailar con los ojos cerrados. Aunque el título Virgin podría sugerir lo contrario, este disco no habla de pureza. Habla de comenzar desde cero, de volver a una etapa de exploración total, de sentirse otra vez una chica hambrienta de experiencias. Es una versión de Lorde que no teme mostrar contradicciones, que se lanza a lo desconocido y lo convierte en arte.
Hay ecos de fiesta, de excesos, de noches largas. Pero también hay cansancio, preguntas sin respuesta y una sensación constante de no saber del todo quién sos, aunque ya seas adulta. En canciones como “GRWM” o “Shapeshifter”, se instala una angustia muy de los veintitantos: ese limbo en el que sabés que ya no sos adolescente, pero tampoco entendés muy bien cómo ser “una mujer hecha y derecha”.
Virgin es un disco que no se acomoda: se sacude, se busca y se reinventa. Y esa inestabilidad es su mayor logro. Porque Lorde no vuelve para complacer. Vuelve porque tiene algo nuevo para contar. Y lo hace bailando entre la oscuridad y la luz.
Hace cuatro años, se mudó a Nueva York, hizo nuevas amistades, leyó muchísimo, atravesó un duelo amoroso y enfrentó públicamente su trastorno alimenticio. También empezó a entender su identidad de género de forma más abierta, más fluida. Ese proceso, íntimo pero profundamente conectado con su entorno, se escucha en cada rincón del disco. Virgin es una bitácora emocional de su tiempo en la ciudad, un viaje de autodescubrimiento que no busca idealizar nada, sino más bien registrar lo que duele, lo que enciende, lo que persiste.
Como una especie de diario, el álbum vibra con sintetizadores y beats que invitan a bailar con los ojos cerrados. Aunque el título Virgin podría sugerir lo contrario, este disco no habla de pureza. Habla de comenzar desde cero, de volver a una etapa de exploración total, de sentirse otra vez una chica hambrienta de experiencias. Es una versión de Lorde que no teme mostrar contradicciones, que se lanza a lo desconocido y lo convierte en arte.
Hay ecos de fiesta, de excesos, de noches largas. Pero también hay cansancio, preguntas sin respuesta y una sensación constante de no saber del todo quién sos, aunque ya seas adulta. En canciones como “GRWM” o “Shapeshifter”, se instala una angustia muy de los veintitantos: ese limbo en el que sabés que ya no sos adolescente, pero tampoco entendés muy bien cómo ser “una mujer hecha y derecha”.
Virgin es un disco que no se acomoda: se sacude, se busca y se reinventa. Y esa inestabilidad es su mayor logro. Porque Lorde no vuelve para complacer. Vuelve porque tiene algo nuevo para contar. Y lo hace bailando entre la oscuridad y la luz.