21 de Mayo, 2025
Por Gala Vicente
Hay directoras que cuentan historias. Y hay otras, como Sofía Coppola, que además construyen mundos. Desde su debut en 1999 con Las vírgenes suicidas, Coppola dejó en claro que el suyo no era un cine de grandes gestos, sino de atmósferas, silencios, encuadres que respiran y mujeres que piensan en voz baja.
Lo suyo es más que una mirada: es una estética reconocible, tan propia que no necesita firma. Su cine está poblado por chicas que miran por la ventana, habitaciones iluminadas, soundtracks modernos que no son solo fondo sino emoción. En Lost in Translation (2003), Marie Antoinette (2006) o Somewhere (2010), lo que importa no es tanto lo que pasa, sino cómo se siente. Y Coppola filma lo que se siente con una claridad perfecta.
Sus personajes, muchas veces mujeres jóvenes encerradas, nos hablan de soledad, deseo, alienación y la búsqueda de identidad con gestos mínimos y miradas perdidas.
Su cine es también una exploración visual permanente. Sus paletas de colores, generalmente compuestas por rosas, celestes y verdes pasteles, se convirtieron en parte de su lenguaje. Y su obsesión con el estilo no es casual: es narrativa. La moda, en su cine, no es solo estética, es psicología.
Generalmente escuchamos el comentario de que en sus películas “nunca pasa nada” y que son lentas. Pero justamente de eso se trata, la vida no es una secuencia dinámica constante, eso es lo que hace que sus películas se sientan tan reales y nos transmitan tanta melancolía.  
Su cine no corre, no grita, no necesita explicar todo. Se toma el tiempo de observar. De dejar que una escena respire. De escuchar el sonido de una ciudad desde un hotel, o mirar cómo el sol entra por una ventana. Sofía Coppola retrata el tiempo como se siente cuando estamos perdidos. Cuando no sabemos bien qué queremos, pero sabemos que no es esto. Esa sensación tan universal, tan melancólica y tan femenina, que pocos directores se animan a mostrar sin disfrazarla de drama.

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